Como cualquier otra noche, el cansancio se acumulaba en su cuerpo, el sudor, los movimientos cada vez más pausados, era lo normal a esas horas. El reloj del ordenador que se habían dejado encendido, marcaba las cuatro y treinta y dos.
Los giros mecánicos del trapo sobre la mesa borraban una y otra vez, las huellas que durante todo el día se habían depositado en ella, gente, historias. Vidas.
Cada huella hablaba de la vida de alguien. Un niño evidentemente inquieto (pequeñas huellas por todas partes), un hombre grande, asustado, sudoroso (dos únicas y enormes huellas casi imborrables).
Y el olor, olía a perfume de mujer, hacía ya muchas horas que habían terminado las consultas, pero el aroma de la última persona que había entrado aún perduraba, una mujer.
A sus compañeros les sorprendía su capacidad para deducir estas cosas, ella en realidad no sabía en que momento había comenzado a fijarse, pero ahora era como una obsesión. Esperaba con ansiedad el momento de entrar y comenzar a imaginarse las historias de toda esa gente, la gente que pasaba por allí y dejaba sus huellas.
Era una pena lo de aquel médico, una persona agradable, siempre la saludaba y se despedía antes de irse, deseándole buenas noches. Siempre tenía una palabra amable para ella, y para todo el mundo, por se le apodaron “doctor amable”.
El “doctor amable” veía a sus pacientes en la consulta seis. Las investigaciones sobre su muerte ya habían finalizado. A ella le tocaba ahora limpiarla como cada noche, como si no hubiera pasado nada.
Sintió miedo, un miedo estúpido, se dijo a sí misma, pero la mente humana es así, somos capaces de sugestionarnos hasta límites insospechados. Se armó de valor y entró.
El miedo persistía, la sensación de frío, el rechazo a estar ahí, le habría gustado salir corriendo, pero con qué excusa.
Se imaginó corriendo por el pasillo y gritando “he visto un fantasma”.
Le quedaba el consuelo de pensar, que si era igual muerto que vivo, por lo menos sería un muerto agradable.
Echó un vistazo rápido por el despacho, su bata, sus zuecos, sus huellas, lo único vivo y caliente que aún quedaba de él, y ella lo iba a borrar.
La vista se dirigió hacia la mesa, como una autómata la roció de limpiador, y empezó su ritual.
Estas huellas son del doctor, las conocía muy bien. Ambas manos bien extendidas y abiertas rozando dedos índices y pulgares. Borradas en un momento.
Aquí había unas que se le resistían, por más que frotaba no había forma. Parecía la huella de una mujer, quizá un adolescente, con las manos muy sucias, no, era de mujer, se veía delicada, fina, suave, imborrable, así debía ser su dueña, imborrable.
-Me arriesgaré a estropear la mesa, pero ninguno de vosotros espectros vivientes, os vais a quedar aquí, no si yo puedo evitarlo -.
Se dejó el alma en ello, podríamos decir que se la dejó literalmente, pero lo consiguió, la borró.
Las fuerzas comenzaron a fallarle, justo en el mismo momento en que sintió su presencia. Miró hacia todas partes. Buscó, su cabeza y sus ojos se movían en todas direcciones. Notó una brisa en la nuca, no era el aliento frío que se supone caracteriza a los muertos, era tibio, pegajoso, espeluznante.
Le temblaron las piernas, no conseguía que sus dientes dejaran de chocar unos contra otros y aún así se volvió, quería verla, necesitaba saber como era la dueña de la huella.
Hermosa, clara, dulce, atrayente, irresistible, tétrica y terrorífica.
En diez segundos pensó en infinidad de posibilidades. Sería quizá el atormentado espíritu de la amante del doctor agradable. Tal vez una paciente fallecida antes de tiempo, un familiar clamando venganza…
Podría ser… alguien a quien el doctor no había conseguido salvar y cuya alma torturada se había quedado atrapada en la consulta.
El corazón comenzó a latir desbocado, sintió la boca seca. Su respiración qué le estaba pasando. Un sudor frío recorrió su columna. Sentía las manos congeladas y los pies, qué le pasaba a sus pies, quería correr pero no la obedecían. Al fin cayó al suelo. Apretó los dientes y consiguió llegar hasta la puerta arrastrándose.
Para entonces su respiración no era más que un jadeo, se alzó todo lo que pudo y logró alcanzar el pomo de la puerta. No se abrió. Miró desesperada la ventana pero a esas alturas no le quedaban fuerzas, su boca apenas exhalaba un ligero silbido que sonaba aterrador, habría gritado se la voz hubiese querido salir de su garganta, pero no fue así.
Ese olor, rancio, oscuro, absorbente, se coló por su nariz inundando sus sentidos hasta que se dejó ir, se fue con ella, con la aterradora sombra que se hacía ahora visible ante ella.
Y la muerte volvió a dejar su huella donde debía estar.